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28 de julio 2021 (version alternativa)

Desde la galería destinada al cuerpo diplomático, ahora ocupada solo por invitados de la presidenta, se escuchó un clamor: “Pedro Castillo, presente…Cuando un revolucionario muere, nunca muere”

Marco Aurelio Lozano

Publicado: 2021-04-29

La presidenta hizo su entrada al hemiciclo, acompañada por la comitiva de bienvenida, seguida muy de cerca por su flamante jefe de seguridad, un policía retirado, apurimeño como ella, quien le había aconsejado colocarse un chaleco antibalas bajo el saco. A ella le pareció demasiado celo, aunque siempre se aseguraba de llevar consigo el crucifijo de su primera comunión en la iglesia de Chalhuanca, sobre todo después del atentado.

Al llegar a la mesa directiva, el presidente del congreso la saludó con una venia. La mascarilla le permitía hacer una mueca oculta hacia el congresista más votado del fujimorismo, quien seguramente aun no digería la derrota naranja. Su lideresa, por el contrario, se vió obligada a reconocer rápidamente los resultados y anunciar que le heredaba la próxima campaña a su hermano menor. La dinastía debía continuar, tal como se lo pidió su padre justo el día que lo acompañó a ser vacunado.

Colocada la banda presidencial, pocos aplausos se escucharon en un recinto semi vacío por la pandemia, que ya estaba en su tercera ola. La presidenta Dina Boluarte levantó la mirada hacia el palco de invitados y saludó con las manos juntas sobre el pecho a su familia y con un fugaz puño en alto al presidente del partido que la cobijó desde que se interesó en política. Gracias a él pudo postular a la alcaldía de Surquillo y luego al congreso. No le sorprendió tanto las dos derrotas (sabía que tenía pocas opciones), sino que su carrera como funcionaria pública no se haya visto afectada. “Seguro no se imaginaban que esto pasaría…Ni yo tampoco”, caviló mientras acomodaba los papeles de su mensaje a la nación sobre el atril.

Antes de empezar su discurso solicitó un minuto de silencio “por las víctimas de la pandemia y de la violencia que ha asolado nuestra patria en los últimos días”. Un grito resonó en las paredes del legislativo. Desde la galería destinada al cuerpo diplomático, ahora ocupada solo por invitados de la presidenta, se escuchó un clamor: “Pedro Castillo, presente…Cuando un revolucionario muere, nunca muere”

La presidenta recordó el aciago día jueves en el que su candidato cayó fulminado en uno de los cerros de Lima, la ciudad que más le temía y donde le aconsejaron no hacer más caravanas. Pero él se empecinó al ver que la campaña de terror empezaba a restarle votos entre los más pobres. También le vino a la mente esa reunión en el local de la plaza Bolognesi donde les advirtieron que seguidores fanáticos del candidato célibe, denominados la Milicia de Dios, habían anunciado medidas radicales para salvar al país de las garras del comunismo.

Desde que Castillo se desangró sobre un arenal de Lima, abrazado a su lápiz, el país entró en una vorágine de conmoción y violencia. Se organizó una marcha de militantes y ronderos desde las sierras de Cajamarca y Lambayeque hacia Lima; y por primera vez en mucho tiempo la dirigencia del profesorado acordó una movilización conjunta que desbordó la Plaza San Martin, como en la huelga del 2017. La prensa solo ayudó a atizar la crisis, especulando respecto a si la dirigencia fujimorista habría estado al tanto del atentado, más aún cuando uno de sus congresistas electos pidió postergar la segunda vuelta. La policía solo pudo capturar a un supuesto sicario venezolano, al que luego tuvieron que liberar por falta de pruebas. Como no podía ser de otra forma, la candidatura la asumió la única vicepresidenta de la plancha y logró una victoria electoral jamás vista (más del 80% de los votos). Las exequias fúnebres de Pedro Castillo terminaron siendo un cierre de campaña apoteósico.

Culminado su discurso, la flamante presidenta salió a saludar a la comitiva de emponchados ronderos que la esperaba a lo largo de la calle Junín, con sus binzas agitadas al aire. Otros llevaban varas de carrizo, mientras se escuchaba el azotar de látigos de cuero, el retumbar de bombos y el sonido penetrante y quejumbroso de largos clarines cajamarquinos, con banderas peruana amarradas en sus extremos. Su jefe de seguridad le dijo que lo mejor era ir en el auto oficial, pero la presidenta quería cobrarse, por fin, la revancha tantas veces soñada, y empezó a caminar decididamente rumbo a Palacio.

De pronto, mientras avanzaba, entre vítores y hurras, sintió que la calle se estrechaba, y un mar de sombreros de paja la empezaba a rodear. Los ojos que la miraban con emoción y alegría empezaron a destilar odio y rencor. Todos empezaron a arrancarse las mascarillas de los rostros para insultarla. Los hombres olían a aguardiente y le gritaban a la cara con los dientes verdes de coca. También había mujeres, con trenzas y polleras, que fueron las primeras en jalonearla de los brazos y luego arrancharle la banda presidencial. “Tu me dejaste sin hijos, tú me arrancaste las entrañas”, le susurró alguien al oído sin que pudiera ver su rostro. La mandataria volteo hacia todos lados, se vio sola en medio de la turba, y a la distancia divisó que a su jefe de seguridad lo llevaban a rastras un grupo de mujeres con faldones rojos, mientras clamaban justicia y dignidad.

Quiso gritar, pero algo atorado en la garganta se lo impidió. Poco a poco, todo se volvió borroso y oscuro para la paciente, quien al despetar de tan agitado sueño, contempló la cara de gringo bobo de su marido, y oyó el pitido cadencioso de un respirador mecánico.


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